jueves, 25 de septiembre de 2008

Vernon Lee



AMOUR DURE

FRAGMENTOS DEL DIARIO DE SPIRIDION TREPKA

URBANIA, 20 de agosto de 1885. Había ansiado, durante años y años, estar en Italia, encontrarme cara a cara con el pasado; ¿y eso era Italia? Podría haber llorado, sí, llorado, por la desilusión que sentí cuando por primera vez deambulé por Roma, con una invitación en mi bolsillo para cenar en la embajada alemana, y con tres o cuatro vándalos de Berlín y Munich pisándome los talones y diciéndome dónde podía degustar la mejor cerveza y el mejor sauerkraut, y de qué trataba el último artículo de Grimm o de Mommsem.

Es esto una locura? ¿Una falsedad? ¿No soy yo mismo un producto de la civilización moderna y septentrional? ¿No es debido mi viaje a Italia a ese vandalismo científico tan moderno, que me ha proporcionado una bolsa de viaje porque he escrito un libro como tantos otros atroces libros de erudición y crítica artística? Es más, ¿no estoy yo aquí en Urbania con el expreso convencimiento de que, dentro de algunos meses, podré producir otro libro similar? Os imagináis vos, vos miserable Spiridion, vos, un polaco que al crecer ha adquirido el semblante de un pedante alemán, doctor en filosofía, catedrático incluso, autor de un ensayo –premiado– sobre los déspotas del siglo XV, ¿os imagináis que con vuestras cartas ministeriales y vuestras galeradas guardadas en el bolsillo de vuestro abrigo negro, tan profesional, podréis alguna vez conducir vuestro espíritu en presencia del Pasado?

Demasiado cierto. ¡Ah! Pero olvidémoslo, por lo menos alguna vez: igual que lo he olvidado esta tarde, cuando los bueyes tiraban lentamente de mi calesa, serpenteando por valles interminables, arrastrándome por laderas interminables, con el susurrante e invisible torrente al fondo, en lontananza, y con sólo los picos grises y rojizos en derredor, escalando hasta esta ciudad de Urbania, olvidada de los hombres, cuyas torres y almenas se alzaban en la cordillera de los Apeninos. Sigillo, Penna, Fossombrone, Mercatello, Montemurlo –el nombre de cada uno de estos pueblos, tal y como lo comentó el conductor, me traía a la memoria algún gran acto de traición de días pasados. Y cuando las enormes montañas cerraron la puesta del sol y los valles se llenaron de sombras azuladas y de niebla, sólo un girón de amenazador humo rojizo se rezagaba entre las torres y cúpulas de la ciudad en lo alto de las montañas, y el sonido de las campanas de la iglesia flotaba en el precipicio que descendía de Urbania. Casi estaba seguro de que a cada curva del camino aparecería un grupo de jinetes, con picudos yelmos y calzados claveteados, con sus armaduras y pendones centelleando a la luz del atardecer. Y entonces, y no hace de esto ni dos horas, al entrar en la ciudad con el crepúsculo, al atravesar las calles desiertas, con tan sólo una candileja humeante aquí y allá, al pasar junto a una capilla o frente a un puesto de frutas, o bien ante un fuego que encendía la negrura de una herrería: al pasar bajo las almenas y torretas del palacio... ¡Ah, eso era Italia, eso era el Pasado!

21 de agosto. ¡Y esto es el Presente! Cuatro cartas de recomendación por enviar, y una hora de conversación cortés que debo soportar con el Viceprefecto, el Síndico, el Director de Archivos, y el buen hombre a quien mi amigo Max me ha enviado para buscar alojamiento...

22–27 de agosto. He pasado la mayor parte del día en los Archivos, y la mayor parte de mi tiempo allí, aburrido hasta la inanición, con el director de los mismos, quien hoy ha disertado sobre los comentarios de Eneas Silvio durante tres cuartos de hora sin detenerse a recuperar el aliento. De este tipo de martirio (¿cuáles no serán los sentimientos de un caballo que antes ha sido de carreras a quien ahora hacen tirar de un cabriolé? Puedes entenderlos, son los de un polaco que se ha convertido en un catedrático prusiano) me escapo dando largos paseos por la ciudad. Esta urbe se compone de un puñado de casas negras apiñadas en lo alto de una elevada montaña, de callejuelas largas y estrechas que descienden por sus laderas ondulantes, como cuando nos deslizábamos por las colinas en nuestra infancia, –en la mitad de la imponente estructura de ladrillo con todas sus torres y almenas– el palacio del Duque de Otrobuono, desde cuyas ventanas se divisa el mar entre un torbellino de melancólicas montañas grises. Y luego está la gente, hombres cetrinos, de barbas cerradas, que cabalgan como bandoleros, envueltos en capas de rayas verdes sobre sus mulas cargadas a rebosar; o musculosos

Si quieres seguir leyendo haz click en el nombre del autor

domingo, 21 de septiembre de 2008

Guy de Maupassant



La noche
Una pesadilla



Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.
Si quieres seguir leyendo haz click en el nombre del autor.

martes, 16 de septiembre de 2008

jueves, 11 de septiembre de 2008

Villiers de L'Isle Adam


NO CONFUNDIRSE
En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas.

El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués.

Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

-¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol repartidas por todas partes.

Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.

Eran miradas sin ideas, rostros color del tiempo.
Si quieres seguir leyendo haz click en el nombre del autor

martes, 9 de septiembre de 2008

domingo, 7 de septiembre de 2008

NIKOLAI SEMIONOVICH LESKOV



CHERTOGON


Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.

Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.

Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:

-Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarlo de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además, que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan y la sal siempre que se recibe a algún personaje... siempre está delante de todos con la bandeja o con una imagen... Frecuenta la casa del gobernador general y del metropolita... Puede aconsejarte bien.
Si quieres seguir leyendo haz click en el nombre del autor es un enlace a ciudadseva pagina donde hay infinidad de textos

viernes, 5 de septiembre de 2008

miércoles, 3 de septiembre de 2008

IVAN TURGUENIEV



UN SUEÑO


Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería... No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria... ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios, también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de por siempre.

Si quieres leer todo el cuento haz click en el nombre del autor

martes, 2 de septiembre de 2008

THE LORDS OF THE NEW CHURCH

CHARLES DICKENS



EL GUARDAVIA

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Si quieres seguir leyendo haz click en el nombre del autor

lunes, 1 de septiembre de 2008

LA SOMBRA



Hans Christian Andersen

En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.

Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.

-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.

Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.

Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.

-Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora!

Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:

-¡Anda, pero no te pierdas!
Si quieres seguir leyendo haz click en el tiulo de este cuento de Andersen

HANS CHRISTIAN ANDERSEN


NO solo escribio cuentos infantiles sino tambien algunos de terror como LA SOMBRA espero que os tomeis tiempo para leerlo